Peñarol y Nacional debutaron en la Copa Conmebol Libertadores Bridgestone (tal cual parece ser su nombre actual) y el resultado no pudo haber sido más disímil: mientras los carboneros cayeron goleados ante un equipo al que la prensa especializada identificó como “ganable”, Nacional derrotó 1 a 0 al campeón argentino a domicilio. Si bien la copa recién empieza y perder un partido de visitante es algo que no debería sorprender, las realidades de las instituciones más gloriosas y problemáticas de nuestro fútbol parecen -¿cuándo no?- antagónicas.
Tras un arranque no demasiado halagüeño en el torneo local, el Peñarol de Leo Ramos había convencido en el encuentro ante Wanderers, sentenciado con goleada en su favor. Esa vez, además de haber mantenido el arco invicto, Peñarol concretó buena parte de las oportunidades de gol de las que dispuso y, de la mano de manifestaciones de un entrenador que parecía comenzar a encontrarle el rumbo al equipo, todo parecía encaminado a que “el sueño de la sexta” comenzaba a transitarse sobre bases sólidas. En los instantes previos al encuentro, la prensa coincidía en que Peñarol estaba poco menos que obligado a ganar, ante un equipo que parecía tener más problemas internos que nuestra Mutual de Futbolistas Profesionales.
Pero todos los goles que Peñarol no recibió en Uruguay, llegaron en Cochabamba. Los aurinegros estuvieron cerca de remontar el partido gracias a un Gastón Rodríguez particularmente comprometido con la causa, pero entre la expulsión de Boselli, la pericia de los bolivianos y la mala suerte, el partido se volvió un martirio. “Peñarol cayó goleado ante un rival que no hará historia en la copa” decían ahora los mismos periodistas que no le daban al equipo aviador la más mínima chance en lo previo y que seguirán sin dársela eternamente.
Ramos se mostró particularmente afectado por un resultado que nadie esperaba. Quizás sea el sacudón que todo cuadro exitoso tiene en algún momento de su campaña (mejor tenerlo al principio). Algo así le pasó al Peñarol de Aguirre en la Libertadores de 2011: derrota 3 a 0 ante Independiente, con sensación de “estamos muy lejos” incluida. Y bien que ese equipo, carente de grandes figuras pero convencido, a punto estuvo de llegar a lo más alto.
Habrá que esperar al próximo partido.
21 años no es nada
Nacional hace 21 años consecutivos que juega la Copa y casi siempre gana al menos un partido en condición de visitante, logro que si bien no asegura al menos potencia las chances de avanzar a segunda fase. De hecho, en 15 de las 20 últimas ediciones, Nacional consiguió avanzar a octavos de final (léase: “clasificó”). El problema viene después: solo en 2002, 2007, 2009 y 2016 los albos consiguieron llegar a tercera fase, algo que hasta por cuestiones de probabilidad suena extraño, máxime si se analiza la valía de algunos de los equipos que consiguieron eliminar al líder histórico de la tabla de puntos de la Libertadores, como Deportivo Táchira, Deportivo Cúcuta o el siempre temible Real Garcilaso.
Ante Lanús, el equipo se mostró ordenado tácticamente y con rendimientos individuales que en casi todos los casos rondaron lo aceptable o lo lisa y llanamente bueno. Los argentinos casi no llegaron a inquietar a Conde (excepción hecha por un cabezazo débil pero bien colocado que el siempre solvente arquero desvió contra su palo izquierdo) pese a que Nacional, como todo buen equipo uruguayo que se precie, atrasó sus líneas –acaso demasiado– promediando el segundo tiempo.
Tema de estudio interesante esa rara tendencia de nuestros equipos a, si anotan un gol en el primer tiempo, echarse atrás en el segundo. Hasta algún componente inconsciente debe operar a la hora de cursar esa invitación al ataque rival. Afortunadamente para los intereses parquenses, Lanús no demostró mucha intención de alcanzar el empate y los tres puntos quedaron en manos de los dirigidos por Lasarte con relativa facilidad, o al menos con menos dificultades de las esperadas cada vez que se enfrenta a un equipo argentino célebre por su juego atildado.
Digresión final
Mucho se ha escrito acerca del daño casi irreparable que las redes sociales le han hecho al fútbol que conocíamos hasta no hace tantos años. Si antes, para recibir el comentario violento, homófobo y/o racista de un imbécil hacía falta ir a la cancha, ahora te lo podés cruzar por el mero acto reflejo de consultar tu celular. En los años 90s, para hacerle saber a un desconocido que pensás que es cagón, o que encontrás un placer particular en sodomizarlo o en que saboree tus partes pudendas, hacía falta ir al estadio y gritárselo en sus narices. Había al menos una mínima chance de que te pegaran una piña (o hasta un bastonazo de algún agente del orden de esos que actúan sin esperar órdenes del superior) ahí mismo, por nabo.
Pero ahora no. Cualquiera puede etiquetarte en Twitter y ponerte cualquier cosa. Y no vaya a ser que a tu equipo se le ocurra defeccionar y comerse una goleada o perder un partido en la hora: inmediatamente te caerán 300 mensajes que te harán saber que los hinchas del cuadro rival están regodeándose ante tu derrota (lo cual es, hasta si se quiere, entendible), pero que además aprovechan la bolada para decirte que sos menos grande, o menos viejo, o menos glorioso que ellos. Como si la desgracia propia fuera a colaborar a mejorar los pergaminos del rival, pergaminos que –tanto en filas tricolores como aurinegras– comienzan a acumular grandes telarañas que solo un título continental podrán, algún día, eliminar.
Si algo positivo tiene esta –de por sí– triste realidad, es que antes de las redes sociales, vos perdías (léase: tu equipo perdía; pero todos sabemos que el hincha siente las victorias y las derrotas como propias, algo que no sucede –curiosamente– con los logros del gobierno en materia social o con los problemas de seguridad, que siguen viéndose como algo externo) y tenías que prepararte mentalmente para “el día después”. Si bien podías pasar la noche en silencio y, de ser posible, bajo la más intachable oscuridad (nada de repasar las imágenes de la Cámara Indiscreta del Polideportivo, ni siquiera los goles en El Show de Goles del Fútbol Uruguayo presentado por Juan Carlos Scelza y auspiciado por Pilsen), al otro día había que ser bien guapo o guapa para encarar la vida laboral o estudiantil con la mente en alto, sabiendo que las gastadas llegarían tarde o temprano.
Supe cursar la escuela en épocas de Copa de Oro de los Grandes y bachillerato y primeros años de Facultad en épocas del Quinquenio, siendo hincha de Nacional. Créeme: sé de lo que hablo. ¿Cuántos casos de deserción estudiantil por motivos futbolísticos se habrán registrado en aquellos años? No pocos, calculo.
Ahora, empero, las gastadas llegan en tiempo real. Con un detalle fundamental: si dejás el celular en silencio hasta el día siguiente, nadie tendrá por qué saberlo. En la mente del hincha que babosea, tuit enviado, es tuit leído. Después de todo, la inventiva no es uno de los rasgos distintivos de quienes ejercen violencia a través de las redes hacia las personas que tuvieron la “fatalidad” de ser hinchas de un cuadro diferente, y poco nos costará imaginar todo lo que poblará el ciberespacio toda vez que a nuestro equipo se le dé por perder.
Es que, a falta de logros propios, muchos hinchas de cuadro grande se han acostumbrado a disfrutar con la desgracia ajena.
Quizás vaya siendo hora de preocuparse más por ganar que por hacer fuerza para que el rival pierda. Porque si en una de esas, el rival algún día gana, siempre habrá tiempo para emparejar hacia arriba.
Porque para abajo, empareja cualquiera.