Por Sebastián Tafuro
Durante buena parte de los 90, el básquet fue sin lugar a duda mi segundo deporte favorito. Aunque el fútbol encabezaba con mucha ventaja, la pelota naranja atraía notablemente. Y de manera especial lo que ocurría con los Chicago Bulls en la NBA en unos años dorados donde se convirtieron en multicampeones con 6 anillos en un lapso de 8 temporadas. Todavía recuerdo como si fuera ayer, reactualizado por ese fenómeno extraordinario que fue The Last Dance hace apenas meses, aquel robo y doble de Michael Jordan para ganarle a Utah Jazz en 1998 y obtener el sexto y último anillo.
Pero mi viaje en el tiempo incluye a algunos personajes y a otros no. Cuando pienso en esas noches frente a la pantalla se me vienen a la cabeza Jordan, Pippen, el Gusano Rodman, Kerr, Kukoc, pero pocas veces aparece con nitidez Phil Jackson. El maestro, el conductor, el que combinaba dulzura y rigor, el domador de egos, el que interpretaba las necesidades puntuales de cada jugador. Y ahí sí que el rol de la serie es determinante: si el gran DT no aparecía en mis recuerdos más palpables, The Last Dance me produce fascinación por el personaje. Como cuando de chico veías dibujitos y alguien te preguntaba: ¿cuál es tu personaje favorito? Mi respuesta acá no titubea: el hombre de los 11 anillos que hace unos días cumplió 75 años me cautivó y se merecía un lugar en estos “90 de los 90”. Porque fue una década donde su nombre se subió a un pedestal en base a un método de trabajo y una maravillosa capacidad de conducción grupal. Un pedestal que continuaría alimentando en los 2000 ya con Los Ángeles Lakers, el otro equipo en el que haría historia. Pero ese será otro capítulo.
1989. Hay un muchacho que hace 5 años la viene rompiendo toda en la NBA. Propios y ajenos lo reconocen y ya la mayoría de las voces lo señalan como el mejor de todos (“he visto a Dios disfrazado de jugador de baloncesto”, dice Larry Bird en 1986 tras los 63 puntos de este pibe de 23 en un duelo de playoffs). Pero hay un pequeño problema: sus récords individuales (tremendos, impactantes) no están asociados a conquistas colectivas, esas que terminan por consagrarte. Son los tiempos de Los Angeles Lakers y Boston Celtics como grandes protagonistas, del propio Bird y Magic Johnson como símbolos de esos equipos dominadores de la década que se despide. Pero Michael Jordan no se resigna. Él quiere ganar a toda costa y, aunque no lo enuncia a viva voz, sabe que solo no puede. En 1987-88 es elegido el MVP de la temporada y en la 88-89 lleva a los Chicago Bulls hasta las finales de Conferencia Este donde caen derrotados ante los Detroit Pistons (que ya les habían ganado en semis el año anterior), el tercero en discordia frente a Lakers y Celtics. Esta caída deriva en el despido del entrenador Doug Collins y el ascenso a un primer plano de Phil Jackson, su asistente. Jerry Krause, el gerente general de los Bulls, evaluó que era momento de ir por más y pensó en un cambio.

La tarea fundamental de un entrenador es la de convencer. Transmitir ideas y formas que, de algún modo, lleguen a sus dirigidos, que estos sientan que los mensajes son aplicables y funcionan, dan resultados. Te tienen que creer por sobre todas las cosas. Y tienen que confiar. Phil sabía que tenía al 1, pero tenía otras ideas diferentes a las de Collins que lo mimaba a Jordan al punto tal que los Bulls habían pasado a tener una extrema dependencia de lo que él hacía. Y no podían ganar por más que el de la casaca 23 construyera números increíbles. Por eso Jackson le hizo una invitación para que ese triunfo colectivo llegara: “Lo importante es permitir que todos toquen el balón para que no se sientan espectadores. Un solo hombre no puede vencer a un buen equipo defensivo. Hay que hacer un esfuerzo grupal”, diría en su libro “Once Anillos”, en referencia a todas sus conquistas como DT en la NBA.
Ese equipo defensivo eran los Detroit Pistons que, con las famosas y agresivas Jordan Rules, habían sido verdugos las últimas dos temporadas. Jordan cada vez se esforzaba más, cada vez crecía más en su juego, pero el armazón de los dirigidos por Chuck Daly lograba vencer a su inmensidad como basquetbolista. Jackson le propuso a grandes rasgos que debía confiar más en sus compañeros, que no todos los tiros debían pasar por él, y que lógicamente eso redundaría en que el título de máximo anotador no fuera tan factible. Y además lo central: la aplicación de un sistema denominado “triángulo ofensivo”, un reflejo del espíritu colectivo que promovía PJ.
Resumen del sistema: cuatro jugadores abiertos y uno en el poste bajo con el objetivo de crear situaciones en las que a partir de un pase se creasen geometrías triangulares entre los jugadores. Cada uno ocupando una posición que garantiza un pase, al que tiene la pelota se le abren diferentes opciones para crear los triángulos. Por supuesto, la eficacia está vinculada a la calidad y entendimiento de los jugadores. Jackson – inspirado en Tex Winter, su ayudante, referente y precursor de esta idea de juego – estaba seguro de que la calidad existía y que el entendimiento llegaría.

Sin embargo en esa primera temporada de su gestión, otra vez hubo dolor y frustración. Los Bulls metieron 55-27 (el mejor registro desde la llegada de Jordan), pero por tercera vez al hilo los Pistons se cruzaron en el camino y ganaron 4 a 3 en una infartante final de conferencia. “Estoy cansado de comer mierda”, diría Javier Mascherano y eso sintió Michael quien se perjuró entre lágrimas que no volvería a pasar por algo así.
El camino del éxito
“En la adversidad hay dos opciones: abandonar el camino y demostrar que las convicciones solo están atadas a los defectos o reforzar el convencimiento apostando a que el camino elegido es el correcto”. Phil Jackson nunca se cruzó con Marcelo Bielsa, pero vaya si habrá un hilo rojo que une sus pensamientos. Porque esa frase del Loco bien podría haber salido de la boca del Maestro Zen tras aquella dura derrota.
Aunque el resultado había sido el mismo que con Doug Collins al frente, los Chicago Bulls eran otro equipo, con otras ideas y otra perspectiva de juego. El tiempo de cambio había llegado un año antes y ahora era tiempo de profundizarlo. “Del mismo dolor, vendrá un nuevo amanecer”, canta Gustavo Cerati y el combo Jordan-Jackson-Bulls se preparaba para arrasar y ponerle sello a toda una década.
Primero la dulce venganza contra los Pistons en un 4 a 0 inolvidable en la final de Conferencia, una barrida que significó un fin de ciclo para el equipo liderado por Isaiah Thomas. Y luego el primer anillo tras ganarle a Los Angeles Lakers, otros que empezaban a ver cómo su buena estrella se apagaba. La cima del mundo era toda de Jordan y Phil Jackson disfrutaba cómo la conexión establecida con la gran estrella daba sus frutos.
Una conexión que seguiría cosechando hasta llegar al tricampeonato en 1993. Sí, 3 anillos al hilo, algo que sólo habían conseguido Minneapolis Lakers en los 50 y Boston Celtics (8 veces, de la mano de Bill Russell) en los 60. Después vendría el breve retiro de Jordan y luego otros 3 campeonatos, el último ya sabiendo que Jerry Krause tenía otros planes y que Phil no iba a continuar por más que su récord fuera 82-0, tal como había enunciado el ya repudiado gerente general. El último baile que generó quizás el mayor estado de comunión de un equipo que, a esa altura, era invencible.
Juegos de seducción
“El trato con los jugadores es de seducción. Seducir es descubrir qué le gusta al otro. Nosotros como entrenadores no podemos decirle a un jugador: esto es así y punto. Hay jugadores con los que uno se comunica yendo a cenar, a otros alcanza con hablarles tras la práctica. Eso lo debe descubrir el entrenador”. Mientras Phil Jackson conducía a los Bulls a la gloria, Julio Velasco hacía algo parecido con la Selección italiana de vóley. Y ambos ponían en práctica un precepto: “no todos los jugadores son iguales”. A cada uno hay que saber cómo llegarle, cómo interpretar sus necesidades, cómo explicarles determinadas cuestiones. Partir de la base de un conjunto uniforme puede ser un error garrafal. Se llega a la identidad colectiva desde cada una de las identidades particulares.
Jackson, al tiempo que promovía meditaciones y ejercicios de respiración comunes a todos (“Era una manera eficaz de serenar mentes agitadas y concentrar la atención en el presente. También descubrí que haciendo que los jugadores permanecieran en silencio y respirasen juntos se alineaban más eficazmente que con mis palabras”), construía los más diversos vínculos con cada componente del equipo, desde los líderes hasta los que quizás tenían pocos minutos. Cada jugador, cada personalidad, merecía su tiempo de atención, una estrategia de seducción específica.

El ejemplo más palpable fue Dennis “El Gusano” Rodman. ¿Cómo llegarle a un tipo capaz de dar todo adentro de una cancha pero considerado “problemático” afuera? Phil supo tender puentes, flexibilizar límites, conectar a través de la cultura indígena llamándolo Heyoka, que refleja a aquella persona que caminaba al revés que el resto. Y no era una crítica, más bien lo contrario. Porque Rodman era diferente, ni mejor ni peor, sólo alguien que necesitaba sentirse contenido de un modo distinto al resto.
El 14 de junio de 1998 un inolvidable doble de Michael Jordan sentenció por segundo año consecutivo a Utah Jazz y consiguió nuevamente un triplete para la dinastía de los Bulls. El sexto trofeo en ocho temporadas. “Esto es todo. Este ha sido el último baile, la última vez que estaremos todos juntos”, dijo Phil Jackson en un vestuario exultante y conmovido a la vez que luego se acopló a la consigna del coach de escribir lo que el equipo había significado para cada uno en esos años. Era el final. Glorioso y triste a la vez. Simplemente el final.
Fuentes: “Once Anillos” de Phil Jackson, NBA.com, Espn Deportes, The Last Dance, Página/12.
Esta nota fue publicada también el sitio The Line Breaker en el ciclo «90 de los 90»