Guapo, técnico y sacrificado, Dogomar Martínez se tuteó con los mejores medio pesados del mundo y defendió con sus puños el prestigio del deporte uruguayo durante la década de 1950, casi como una continuación del título que la Celeste conquistó en Maracaná.
“Vengo a anotar a Don Omar Martínez”, dijo el gallego Manuel radiante de alegría al presentarse a inscribir a su hijo recién nacido. Su cerrado acento y la confusión del funcionario del registro le dieron nacimiento en 1929 a Dogomar Martínez, el mejor boxeador uruguayo de todos los tiempos. Aquel botija de nombre singular empezaría a boxear a los 12 años y a los 15 ya sería campeón nacional, a los 16 campeón rioplatense y a los 17 sudamericano. Como amateur fue campeón en 18 oportunidades: ganó 3 Novicios, 4 Ciudad de Montevideo, 3 Nacionales, 4 Selección Rioplatense y 4 Latinoamericanos. Disputó los Juegos Olímpicos de Londres 1948 (con 18 años) y llegó hasta los cuartos de final donde perdió de forma discutida con el italiano Ivano Fontán (al que noquearía en 1953, ya como profesional).

Se podría decir que “El Dogo” fue el Obdulio Varela del “boseo”, por lo que representaba para el pueblo uruguayo. Era un boxeador muy aguerrido y de gran técnica, que se fajaba cuando tenía que hacerlo y cuyo golpe preferido era el uppercut a la zona media. Según cronistas de la época, solo le faltaba el golpe de nocaut y eso fue lo que le costó la derrota ante el alemán Hans Stretz, número 1 del ranking mundial de los semipesados. Cuentan que entrenando era una máquina y que arriba del ring disfrutaba cuando lo tiraban, se levantaba colorado de rabia y era una máquina demoledora de pelear. Los niños de aquel entonces lo admiraban como el gran campeón que era, un símbolo de la época de los orientales de antes. Tenía un físico ejemplar y era un tipo recto, impecablemente profesional para un deporte que por esos tiempos no lo era tanto. Antes de cada combate, se recluía en una chacra durante uno o dos meses para concentrarse y, aunque sus amigos lo invitaban a algún asado, no había quién lo sacara de su concentración.

Cuando pasó al profesionalismo, en 1951, debía compartir el trabajo con el entrenamiento. “Yo tenía que entrar a la oficina a las 7 de la mañana y entonces me levantaba a las 4, salía a correr en plena noche desde la esquina de Justicia y Pagola y seguía por Pagola, Berro, Av. Italia, cruzaba el parque y daba algunas vueltas alrededor de la pista bajo la arboleda y volvía a casa corriendo. Me duchaba, me vestía y me iba a trabajar. Salía a las 12. Almuerzo, siesta y a las cinco y pico de la tarde ya estaba en el gimnasio”, explicó alguna vez. Como profesional, combatió en 57 oportunidades con 49 victorias (22 por K.O), cinco empates y tres derrotas (ninguna por K.O). En 1959, con apenas 30 años y luego de reconquistar el título sudamericano ante el brasileño Luiz Ignacio en el Palacio Peñarol, se retiró.
En una noche en el Luna
El 12 de setiembre de 1953, con 24 años y con toda la confianza en su talento indiscutible, Dogomar tenía ante sí la oportunidad de enfrentar al campeón mundial de peso semipesado, el estadounidense Archie Moore. La pelea tendría lugar en el mítico Luna Park de Argentina, capaz de albergar casi 30 mil personas (muchas más que las que permitía cualquier estadio en Uruguay). El escenario había sido concedido por el gobierno de Juan Domingo Perón ante la magnitud del evento, a pesar del difícil momento que pasaba la relación entre Uruguay y Argentina (en ese momento el gobierno argentino no permitía a los uruguayos ingresar a Argentina). Con la tregua en los conflictos diplomáticos entre los dos países y la apertura de fronteras determinada para la ocasión, miles de uruguayos cruzaron el Río de la Plata en el Vapor de la Carrera para presenciar un combate histórico.

“Según la opinión de todos, Dogomar será vencido en forma aplastante y Moore jugará con él, como el gato con el ratón”, publicaba en los días previos a la pelea el diario El País, dados los antecedentes del gigante norteamericano de 36 años que contaba más de 160 peleas disputadas y llegaba repartiendo knockouts por América del Sur. Los especialistas predecían que Martínez sería pulverizado por Moore, ya que había tenido que subir de peso para poder enfrentar al campeón y eso le restaría velocidad. Sin embargo, pese a que cayó dos veces a la lona, el retador uruguayo terminó la pelea de pie tras plantarse de igual a igual durante diez rounds y fue héroe pese a la derrota aguantando como un león con enorme vergüenza deportiva y capacidad para absorber golpes. Esa noche, con Perón y Evita en las tribunas, el “Gallego” Dogomar desafió el destino y se ganó el corazón de la gente por su coraje y valentía.

Desde Montevideo, quienes escucharon la pelea por radio siempre dijeron que, pese a la derrota, sintieron que Dogomar había ganado. Fue vitoreado por el público del Luna y reconocido por el campeón: “Tú un gran campeón, venir a Estados Unidos y ser campeón del mundo”, dicen que le susurró Moore al terminar el combate. Al otro día, la gente lo felicitaba cuando caminaba por la calle Corrientes por su valentía sobre el ring y el mundo entero se deshacía en elogios hacia él. “Mostró su coraje y su vergüenza”, “Recibió una de las ovaciones más grandes que se han oído en el Luna Park”, “Dogomar, ídolo”, eran algunas de las palabras que se leían en los diarios en los días siguientes a la pelea. Fue el más memorable de sus combates.
“El boxeo es otra cosa”
Con la calma, sabiduría y claridad que lo caracterizaban, Dogomar dejó bien claro su concepto sobre el boxeo en el libro El tango, el boxeo y Gardel, de Nelson Sica. Allí dijo: “La palabra violencia va unida a las palabras abuso y cobardía; implica una persona fuerte avasallando a otra más débil. El boxeo no es eso. Es un arte. Es otra cosa“.

Como buen artista, atraía a otros artistas. Alguna vez, la legendaria actriz China Zorrilla expresó: “A mí no me gusta para nada el boxeo, pero… ¡qué le voy hacer!… Una vez con un impecable vestido blanco fui al estadio Centenario a ver una pelea de Dogomar“. Como toda estrella, Dogomar recibió una propuesta de matrimonio de una admiradora brasileña por carta previo a una de sus últimas peleas y, como buen ícono cultural uruguayo, aparece en la letra de la canción “Brindis por Pierrot” de Jaime Roos (“No me olvido más del Ñato imitando a Dogomar”, canta el Canario Luna). Sus peleas en Uruguay, casi todas en la vieja cancha de básquetbol ubicada sobre la platea olímpica del Estadio Centenario, agotaban entradas. Tanto fue así que, como el propio Dogomar contaba con orgullo, en la que ganó ante el brasileño Luiz Ignacio el título sudamericano, la recaudación fue mayor a la de un clásico que se había jugado pocos días antes. También llego a llenar la Tribuna Olímpica, en otros memorables combates frente a grandes de la época como Hans Stretz, Willie Hoppner, o Atilio Caraune, y el Palacio Peñarol contra Kid Gavilán, al que noqueó.

El boxeo y el público uruguayo nunca lo olvidaron, por más que él pasó lo más inadvertido posible luego de su retiro. Pese a su perfil bajo, mantuvo su vínculo con el boxeo trabajando como entrenador e impulsando la formación de los jóvenes a través del deporte y la vida sana. También fue director del programa K.O. a las Drogas, impulsado durante la primera presidencia de Tabaré Vázquez y posteriormente fue nombrado presidente honorario de la Federación Uruguaya de Boxeo. Ya veterano, viviría hasta sus últimos días en un edificio de su propiedad llamado “Edificio Omar” (acaso un auto homenaje al nombre que no fue), a pocas cuadras de aquel Estadio Centenario que supo llenar en varias peleas. Y hablando de homenajes, en 2008 fue reconocido como Ciudadano Ilustre de Montevideo por la Junta departamental.
En 2016, a los 86 años, el popular “Dogo” se fue a guantear allá arriba con Archie Moore y a seguir conquistando el corazón de propios y ajenos con su guapeza y coraje. Su fuerza de voluntad y resistencia a los golpes lo convirtieron en el arquetipo del uruguayo: rebelde, aguerrido, guapo, pero con técnica. Su nombre llamaba la atención y sus puños hablaban por él. Como dice el tango “Dogomar”, con letra de Federico Silva y música de Luis Alberto Fleitas, fue el campeón del pueblo y es su historia la de todos aquellos muchachitos que soñaron en triunfos.
Esta nota fue publicada originalmente en el sitio Lástima a nadie, maestro , con quiénes intercambiamos contenidos.