En los últimos días, varios hechos de corte violento sacudieron nuestra opinión pública. Mientras en Pocitos unos hinchas de Peñarol jugaban al GTA pero con autos de verdad, en Santa Lucía unos hinchas de Nacional optaban por el Call of Duty, tirándole balazos a gente que no hacía más que festejar que el elenco carbonero, pese a la administración Damiani, sigue existiendo. Un par de semanas antes, unos muchachos de Racing se habían aparecido en un asado de hinchas de Fénix, con la firme convicción de arruinar la velada. Horas después, los de Fénix pusieron a prueba la capacidad del camión que transportaba a los parciales cerveceros para repeler las balas. Mientras en la hinchada de Peñarol se ha vuelto común rapiñar a todo aquel que decide o siente necesidad de ir al baño, parciales de Nacional saquearon el puesto de un vendedor de Coca Cola, al que agredieron y hasta secuestraron. Como siempre, estamos dispuestos a encontrar soluciones y señalar culpables
Lubo Adusto Freire
La cuestión es: ¿qué nos está pasando? ¿Eh, amigos? ¿Qué motiva a esta gente a comportarse de esta manera? Supongo que la explicación es clara: esta gente obra de tal manera bajo la firme convicción de que sus actos no tendrán asociada ninguna consecuencia. Porque no me van a venir con que les genera más violencia ver un tipo con la camiseta del cuadro rival que ver, por ejemplo, a los vendedores de Zara, todos altos, flaquitos, con el pelo con gel, como recién salidos del Country. Sin embargo, nadie va a tirar tiros a un shopping. ¿Por qué? Porque existe la percepción de que, entre las cámaras, los securities con pinta de pilar de Carrasco Polo y los intereses de las empresas, se las ingeniarán para asegurarte la privación de libertad, cuando no la muerte por un disparo en el entrecejo.
Las medidas de las autoridades de turno han sido ineficaces: primero comenzaron con la separación de hinchadas, privándonos de eso tan hermoso que es gritarle el gol en la cara al hincha rival. Sabido es que el hincha está con las pulsaciones a mil y que a nadie le gusta que le griten los goles en la cara, algo que interpretan perfectamente los jugadores con pasado en un club chico (del que se fueron gustosos ni bien apareció la primera plata importante) que al marcarles un gol, no lo gritan o hasta piden perdón. Pero ir a un partido sabiendo que te pueden llegar a dar una piña por gritar un gol, es algo a que -quienes entendemos que el fútbol es un ámbito ideal para demostrar nuestra hombría de bien- podemos admitir. Otra cosa es ir a que te maten o te roben por querer movilizar el intestino.
Luego llegó la zona de exclusión: ¿realmente creyeron que poniendo unas vallas a 500 metros del estadio iban a lograr algo que no fuera desplazar los incidentes? Es más, facilitó el ejercicio de la violencia porque una vez desplazado el foco del estadio, toda la zona metropolitana se convierte en escenario virtual para tirarle una piedra o un balazo al del otro cuadro, lo que claramente perjudica la labor de los agentes del orden, que al menos antes podrían prever dónde se desarrollarían los hechos delictivos.
Luego fue turno del pulmón: ¿es que acaso no se dan cuenta que la imposibilidad de recibir un escarmiento, lejos de amedrentar, incentiva los actos de violencia, en particular la simbólica? ¿Por qué creen que un hincha es capaz de gritarle “fracasado, ¡mirá dónde terminaste!” al Chengue Morales? Porque hay un alambrado de 5 metros que separa la tribuna cabecera del campo, claramente. De otro modo le gritarían “¡eres un ejemplo de vida, atleta de ébano!” por miedo a una represalia de índole violento o hasta sexual.
Un pulmón es eso: una invitación a odiar al que está del otro lado. “Si nos separan debe ser porque no podemos estar juntos, si no podemos estar juntos, es porque nos odiamos, si nos odiamos, será que debemos manifestarlo, y si él no me puteó, mejor lo puteo yo antes, no sea cosa que él me primeree… ¡la puta que te parió, gallina amarga!” Así razonan los seres humanos, por difícil que resulte creerlo.
Soluciones
La solución parece clara: cortar con esa sensación de inmunidad que subyace en todo acto vandálico cometido alrededor del fútbol. En un primer momento, no importará tanto apelar a la justicia a la hora de castigar: si un señor le gritó “¡andá a lavar los platos, Umpiérrez!” a la colegiada de turno, y alguien lo escucha: tres meses de cárcel. De oficio, así nomás, a lo Peñarol. ¿Es injusto? ¿Atenta contra la garantía de los derechos humanos más fundamentales? Probablemente, pero seguro que los 200 que estaban cerca de ese señor la pensarán dos veces antes de premiar a la árbitra con comentarios de corte sexista. Y cuando nos queramos acordar, aquellos que hoy insultan mañana se comportarán como auténticos señoritos socios del CURCC.
Porque esta gente que va con un arma a un partido de fútbol, cuando no hay partido, tiene un comportamiento medianamente normal en sus trabajos. Seguro que no apuñala al delivery de la rotisería si no tiene vuelto, o que no entona cánticos para festejar la muerte de un ser querido del empleado de otra sección. Simplemente han comprendido que el fútbol ofrece el entorno ideal para sacar el facista violento que todos tenemos dentro, pero no dejan de ser personas capacitadas para vivir en sociedad, capaces adaptarse a las circunstancias, con gran tendencia a generar hábitos. No en vano, domingo a domingo, las vemos ocupando el mismo espacio de la misma tribuna ingresando a la misma hora por la misma puerta, sin que nadie se los impida.
Claro está que esta modalidad debe ir acompañada por una posibilidad de hacer justicia por mano propia, incentivándola al mejor estilo del legislador frentista que propuso –sabiamente- salir a la casa de Úberes. No estamos inventando nada, claro está:
La imagen muestra el reverso de una entrada de un partido disputado recientemente en Wembley. Allí claramente puede verse cómo, enviando un SMS al número 87474 con un código, se puede denunciar que el tipo de adelante está parado, está gritándole “puto” al lateral derecho, está diciéndole “negro puto” al nueve, o está fumando. Es decir, más o menos lo que hace el 95% de la gente que asiste a las tribunas cabeceras. A 100 pesitos por denuncia, o incluso con recompensas materiales (un kilo de yerba, un salamín o un canje con grupo Gamma… ¡de arriba un rayo!) se puede garantizar el autocontrol de la fanaticada.
Pues no hay mejor medida de autocontrol que la percepción de riesgo: mucho más efectivo que castigar, es instaurar la idea de que quien obre de mala manera será castigado. La gente que dejó de fumar en sus trabajos, ¿lo hizo porque tomaron conciencia de los daños sanitarios ocasionados por el consumo de tabaco? No: lo hicieron por miedo a una multa que bien podría derivar en un despido justificado. ¿Alguien vio alguna vez a un inspector de la intendencia multando? No, pero la percepción, como la base del Boca Juniors del Bambino Veira, está.
Somos hijos del rigor y los hinchas del fútbol lo son más todavía: han crecido bajo el influjo de las reglas no escritas del más popular de los deportes, aquellas que nos llevan a pegar una patada de entrada para testear al árbitro de turno. Si cobra la falta y no nos dice nada, tendremos vía libre para seguir pegando. Si nos saca amarilla, nos controlaremos, o trataremos de pegar cuando no nos vea. Pero si tropezamos con Joel Quinou y nos echa, habremos aprendido la lección.
¿O cuántas veces cree usted que expulsaron al Charly Batista después del 86? Nunca. Ni una sola vez. (Dato no enteramente chequeado)
Sigamos a los dueños de Del Sol y poblemos, pues, nuestras tribunas de Joeles, a la espera de que en un futuro no muy lejano volvamos a tener la chance de agarrarnos a piñas con el tipo que nos gritó el gol en la cara, de frente, en una buena, como debe ser, sin que ello suponga poner en juego nuestra vida ni la del prójimo.
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Preclaro estadista: Suscribo cada una de sus palabras. No entiendo por que no rajan a Perro Vazquez y va usted. Ah, que es hermano del presidente? Mal hechado entonces
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