Por Ignacio De Boni (@nachodeboni)
Si lo pienso desde un rapto infantil, en una imagen acuosa en la que estoy vestido de Peter Pan en el fondo de 26 de marzo, puedo sentir el atropello a las leyes aritméticas que se produce cuando el abuelo, que hace unos meses llegó, se puede decir olímpico, a los noventa y dos años, me dice “viejo”. “¿Qué estás para comer, viejo?” me pregunta casi todos los miércoles al mediodía apenas llego, después de darnos un choque de cachetes que no llega a beso, pero dándome el tiempo justo para que primero apoye pesadamente la mochila en la silla de la cabecera izquierda, reservada por él a tales fines. Los viejos, él por años y yo por mímesis o frío, tenemos nuestros rituales y los respetamos más religiosamente cuanto más absurdos y caprichosos son. Para alegría de los vecinos, el volumen de la tele está tan alto que parece hacer vibrar el living entero, a lo que se suma una falla del sonido que impone un zumbido de mosquito mutante, constante y amplificado, que por supuesto al abuelo le pasa feliz, completamente inadvertido. En la imagen, cuándo no, hay fútbol.
Hace ya un tiempo, seguramente debido a estas visitas semanales a lo del abuelo, vengo masticando una hipótesis: algo así como que el deporte es el último recinto de la cognición humana, la única ventana titilante en medio de un edificio ya apagado. Soy consciente de que con esto estoy reforzando la concepción elitista del deporte, según la cual es un espectáculo primitivo y embrutecedor de masas, que es uno más de los gestos llenos de soberbia (y miedo, a menudo detrás de la soberbia hay miedo) con los que los intelectuales se sacan de encima las manifestaciones populares que no pueden entender. El problema de los intelectuales es que piensan que pensar es agarrar las cosas y llevarlas todas a su registro, y no; pensar es una búsqueda de cosas en la que hay que animarse a explorar diferentes registros. Con el deporte les pasa eso; no pueden hacerlo entrar en su modelo de pensamiento lógico-científico, entonces se les escurre o los desborda.
El problema del abuelo -que es el único caso del que me he valido para dar por cierta mi hipótesis- es que ya casi no entiende nada. O peor; ya casi no le interesa nada, salvo el deporte. Diría que el único sustento empírico que tiene mi hipótesis es haber sido testigo directo, en el correr de mis visitas, del implacable deterioro cognitivo que les agarra a los viejos, que en el caso del abuelo se ha expresado en una progresiva indiferencia por casi todo lo que lo rodea. Simplemente le da lo mismo, como si ejerciera a conciencia un plan de economía neuronal que le permite reservar las pocas chispas de sinapsis para recordar las cosas realmente importantes, como cuál es la pastilla correcta, a qué hora juega Peñarol o cómo era que se llamaba su hija la del medio.
Hasta la muerte de Gargano también le podías hablar de política, y si lo pinchabas un poco con el devenir capitalista desarrollista del Frente Amplio se te calentaba en el sillón verde aceituna, dejando caer, en gesto de bronca que no termina de resignarse, sus manos gorilescas de cargador de leña sobre unos muslos flacos y tembleques. Pero ahora ya ni eso. Directamente no le importa. Estoy tentado a asociar su resignación con la mía, y vernos a ambos como miembros derrotados de dos generaciones de la izquierda que quiere cambiar el mundo y está harta del gobierno de lo posible. Pero enseguida me doy cuenta que eso no tiene nada que ver con lo que le pasa al abuelo. Lo que le pasa al abuelo es que se está por morir, y él lo sabe y no quiere, claro, y la certeza de esa cercanía lo lleva, supongo, a dejar de lado todo lo que no es estrictamente necesario para estirar un poco más la vida. Seguir sus movimientos por el apartamento, escuchar sus zapatos dos talles más grandes arrastrándose por el parqué, te permite entender que vive su vejez como un territorio de pequeñas conquistas sucesivas, como en los jueguitos de computadora de los 2000 en los que ibas agarrando cosas que te permitían seguir con vida y avanzar. Eso pero al ritmo de un viejo de noventa y dos años. Levantarse, ir al baño para ir de cuerpo (habría que organizar un coloquio literario sobre la variedad de eufemismos que usamos para no decir “cagar”), salir al balcón a chequear el clima, sentarse a leer la diaria sin retener prácticamente nada, pelar unas mandarinas con una capa de hollejo inconcebiblemente densa, y tirarse a dormir una siesta tipo momia en el sillón (son las once de la mañana) para recuperarse de todo lo anterior.
Nunca se vio un alma tan enferma por Peñarol. Porque al abuelo Peñarol lo enferma. A veces de amor y a veces de odio, de amor y de odio a la vez, como vos quieras, pero lo enferma. Basta verlo mirar un Peñarol-Racing por la 4ta fecha; ver cómo se pone, la angustia infantil y la negación con la cabeza ante el 0-1, el placer del cielo cuando Palacios entra y pum, pero en la última el golero sale mal y chau, la debacle, no pueden ser tan burros, hace un intento por levantarse del sillón para putear con más aire pero no le dan las piernas, el técnico se tiene que ir, no sirve ni pa una puteada, y el golero también, de dónde lo sacaron. El amor y el odio -todo el mundo en el fondo lo sabe- son sentimientos extremadamente parecidos. La diferencia es cómo sale el golero. Tan parecidos y complementarios que si se es sincero se puede reconocer, apenas forzando las cosas, que es posible llegar a amar lo que se odia y a odiar lo que se ama. El abuelo lo sabe bien. Ama a Peñarol, pero odiándolo. Cualquier hincha de verdad, cualquier enfermo por algo, sabe que esa contradicción es en verdad el sentimiento más lógico, honesto y maravilloso del mundo.