Por Nacho De Boni
Alcanza con dos segundos. Es más; diría que con uno es suficiente, pero entiendo que tendemos a la hipérbole para reafirmar nuestras razones. Alcanza con prestar atención a cómo la para, la controla, cómo mapea su alrededor con dos miradas que son flechas, cómo la tantea apenas hacia adelante mientras intuye cómo librarse de ese enjambre de piernas que lo arrinconan. En ese segundo y medio (negociemos un punto medio entre la realidad y su exageración estética), se resuelve todo. No se necesita más para determinar, con menos margen de error del que cualquiera diría, si es bueno o no tanto. Si tiene ese “algo”, ese aura que ni siquiera llega a talento -asunto que se esclarecerá a la tercera o cuarta vez que la toque-, pero que permite distinguir al que no es sólo ganas de correr transpirado atrás de la pelota, de estirar un poco más el recreo hasta que en una de esas el bolillero de rebotes le deje una ahí, regalada, y pueda meterla sin aspavientos justo antes del llamado de la maestra.
Es distinto porque se mueve distinto. Ese “algo”, parecido al talento pero antes de conocerlo, parecido a la facilidad motriz pero más líquido y caprichoso, se constata irrefutablemente en los más mínimos desplazamientos. El truco está en cómo alguien se mueve. Es todo corporal, no hay otra. Tirando de la cuerda para ver los dos extremos: si se tropieza o se desliza. Se puede saber si alguien baila bien desde antes que llegue a la pista, viendo cómo acompaña la música con los hombros desde la mesa. Se puede saber si alguien dibuja bien sólo viendo cómo toma la lapicera, antes de que suelte un elefante en una servilleta. Con el fútbol pasa lo mismo. Al que juega bien lo detectás enseguida, tan sólo viéndolo moverse. Y eso lleva dos segundos. Uno. Uno y medio.
Soy consciente de que mencionar acá al Chino Peralta suena a jugada demasiado preparada. Probablemente sea el ejemplo más obsceno para probar el punto al que me refiero, pero por eso mismo no es el mejor, ya que el caso extremo suele inspirar (con razón) la desconfianza de la excepción sobresimbolizada. Y además estamos hablando de algo mucho más sutil. A Peralta vos lo veías calentar sin ganas al costado de la cancha y te dabas cuenta que tenía un talento sobrenatural, del mismo modo en que lo veías escupir un gargajo frustrado y sabías que estaba llamado a desaprovecharlo. Son esos jugadores que no pueden hacerse cargo del talento que tienen, o directamente no les interesa mantenerlo a raya. Excede su propio cuerpo y su dominio sobre él, brota de sus pies en cualquier gesto involuntario, como un mago que al rascarse la nariz hace estallar una bombita.
La romantización del talentoso es peligrosa, está claro. Pero no tanto porque el talentoso suela ser medio alérgico a la responsabilidad y al trabajo duro, incompatibilidad que lamentan quienes quieren profesionalizar a todo nene que pueda llevarla dominada contra el piso y levantar la cabeza al mismo tiempo. Más bien es peligrosa porque al final del día el talento, la facilidad (diría que) innata para saber con qué parte del pie darle, dónde pararse o cómo poner el cuerpo, es también una cuestión de suerte. Es una inteligencia corporal, kinestésica, una capacidad de resolución creativa de un problema, una intuición poderosa, adquirida vaya a saber uno cómo ni por qué. Algunos la tienen; muchos otro no. Enaltecerla ha sido siempre la forma de excluir a los burros que patean la pelota con todas las ganas del mundo.
Pero dejar de apreciar el talento es imposible, porque a fin de cuentas se trata de admirar a alguien que hace algo bien. Que lo hace naturalmente, sin esfuerzos, como si su propio cuerpo se lo pidiera, como quien tiene sed y ve una canilla. Como Federer tirando un revés cruzado en un movimiento del que bien podría haber salido una paloma blanca. Curry haciéndose líquido para filtrarse hasta la pintura o escupiendo triples a la carrera. Neymar como un escapista en un eslalon innecesario y a la vez un ilusionista que hace desaparecer y aparecer la pelota, riéndose. Todo eso es lindo. Es bello. Hace bien. Hace bien hacerlo (¿vieron ese placer insólito y profundo que lo recorre a uno después de tirar un caño?) y hace bien contemplarlo (¿vieron ese placer insólito y profundo que lo recorre a uno cuando ve un caño en cámara lenta?). Si lo agarra a uno sensible, hasta pueden entrarle ganas de llorar de la belleza. De verdad, pasa. Y es una emoción muy distinta a la pasión visceral del hincha, sobre todo porque para ésta uno ya va preparado y hace lo posible por sentirla.
En cambio la emoción que produce la belleza es una irrupción, un atrevimiento, un ahogo que uno no se espera y al que inicialmente, por pudor y sorpresa, plantea cierta resistencia. Es estar leyendo un poema perdido y que del medio de una estrofa se desprenda un Si he de vivir que sea / sin timón / y en el delirio, y luego siga como si nada. Es que venga el apagón y haya que prender velas. O salir a caminar por la playa y ver que viene hacia vos una pelota de aquel picado, y atrás el gurí corriendo y haciéndote la seña pa que se la toques y le acortes el trayecto. Y vos te preparás para dársela como los dioses, para agarrarla de borde interno y ponérsela en el pie y seguir camino, pero te aprontás demasiado, te ponés rígido y te movés trancado, lo sobreactuás, querés simular una naturalidad que no tenés y ese esfuerzo te delata. No es tu torpeza la que te delata, sino tu esfuerzo por disimularla. Y eso que la pelota sale bien, va derechita. Pero ya el pibe, si estaba atento, se dio cuenta. Claro, necesitó sólo ese mínimo gesto tuyo, esa respiración contenida para no mandarla a la mierda. Y él es todo lo contrario, vos ya te diste cuenta. Nada más necesitaste que dejara pasar tu pase entre sus piernas mientras te levantaba el pulgar, que se diera vuelta y la reintrodujera en el juego con el movimiento despreocupado y perfecto que vos quisiste lograr pero no, que automáticamente se la devolvieran como si fuera Iniesta, que los niños serán egoístas pero no son bobos y saben que lo más sensato es que la tenga él.
Y vos te vas admirado por ese segundo y medio que se necesita para darse cuenta de todo pero también masticando la bronca por esa descoordinación podrida que trae como un pelotazo los recreos de la escuela. Cuando te alejás lo suficiente del picado ensayás en el aire, bien cortito, arriesgándote a parecer un suplente perdido que hace la entrada en calor en la orilla, el toque de borde interno, esta vez perfectamente coordinado, una papa, como una seda, sin fricciones ni contracciones musculares innecesarias. Antes de llegar a la sombrilla entendés que tu autoestima necesita una excusa, un autoengaño complaciente para que tu fracaso no te atormente los siguientes minutos y pensás, claro, me mató el pique en la arena. Y aunque vos sepas bien que eso no es cierto, quizá te ayude a pensar que las propias versiones delirantes que uno se inventa para lidiar con sus fracasos también pueden ser motivo de belleza.