Esa pelota de Luciano Parodi estuvo a punto de entrar. Todos la empujamos con la mirada y la imaginamos adentro, porque todos queríamos ese triple que hubiera dejado a Uruguay en las puertas de un Mundial, tras más de 30 años de ausencias.
Sin embargo, en cierto punto, resulta sano que no haya entrado, pues ese pelota pudo haber servido para legitimar una cantidad de penosas acciones y decisiones que atentan contra cualquier objetivo sustentable de una estructura deportiva.
Para un país como Uruguay, con sus carencias organizativas, económicas y demográficas, no es ninguna deshonra terminar en la octava posición a nivel panamericano.
Lejos de ser un fracaso, como muchos lo ven, resulta lógico quedar atrás de potencias mundiales como Estados Unidos, Argentina y Puerto Rico. De hecho, es más o menos el papel que Uruguay ha tenido en los últimos 15 años de la mano de la generación liderada por Osimani, García Morales, Aguiar y Batista, entre otros. Y no está mal, para nada. Lo que más molesta, creo, es el cómo, es lo que hay detrás de cada eliminación y, particularmente, de ésta.
En primer lugar, mejorar ese octavo puesto, que implica una dificultad extrema, exige una estructura de trabajo que Uruguay está lejísimo de tener.
Una vez más, por si hacía falta, quedó clarísimo que la improvisación y el cortoplacismo galopante no ayudan nada, al tiempo que las soluciones mágicas no existen.
Rubén Magnano es un entrenador de talla mundial, pero si alguien pensó que iba a solucionar todos nuestros problemas viniendo un par de veces al Uruguay y dirigiendo cuatro partidos, estaba muy equivocado.

Magnano no fue campeón olímpico porque es un súper héroe, sino porque lideró con gran capacidad a un grupo de jugadores increíbles, fruto de una estructura generada durante años y de una competencia interna fuerte y sólida.
De hecho, la selección uruguaya dirigida por Magnano no tuvo prácticamente ninguna diferencia con la de Signorelli. Más allá de la vuelta de Barrera, el plantel fue exactamente el mismo, así como el rendimiento y el estilo de juego. No cambió nada.
En general, la defensa siempre estuvo ahí, así como la calidad competitiva y el corazón de cada jugador uruguayo en cada uno de los partidos. Y lo mismo pasó con las carencias que mostró el equipo noche tras noche, con Signorelli y con Magnano.
Como Esteban Batista y Marcelo Signorelli ya no podían convivir, la FUBB optó por echar al entrenador y sustituirlo por una eminencia que nos llevara a China. Eran solo un par de ventanas, apenas cuatro partidos, así que hasta la ecuación económica era tentadora. Era meter una torta de guita, pero por un tiempo relativamente corto y después, ya se vería. Error, con y sin el diario del lunes.
Porque aún clasificando no hubiera quedado nada, más allá del objetivo cortoplacista y del sacarse las ganas de ir al Mundial. Probablemente, cuatro partidos perdidos y poco más.
Lo que realmente necesita la selección es generar un ámbito sano de trabajo en el que todos conozcan las reglas de antemano. Hace falta una estructura en la que cada engranaje, dirigentes, técnicos y jugadores, sepa su rol y se limite a cumplirlo, respetando al prójimo aún en la discrepancia. Y el que no esté dispuesto a esas reglas, pues que no esté. Y si eso implica perder potencial deportivo, que no nos asuste. Podremos perder en el corto plazo, podremos no ir al Mundial (que igual no fuimos), pero estaremos sentando un precedente que sirva de base para un mejor funcionamiento a futuro. Claramente, todo eso no se lograba echando a Signorelli.
Sin ese cambio cultural, por pretencioso que parezca el término, no existe chance alguna de dar un verdadero salto hacia adelante (uno que exceda un viaje a China). Y menos en Uruguay, en donde no sobra talento, no sobra altura, no sobra absolutamente nada.
En el fútbol sucedió. Allá por 1999, más de la mano de Tenfield que de la AUF, se trazó un objetivo por excelencia: ir al Mundial de Corea y Japón. Para tal fin, la empresa televisiva tomó una serie de medidas, entre ellas la contratación del técnico argentino Daniel Passarella. Aunque ya sin el promocionado DT, el objetivo se cumplió y Uruguay asistió a la Copa del Mundo, en la que lamentablemente dejó una pobre imagen (más allá de los resultados). Pasó el Mundial y no quedó nada. Tanto es así que Uruguay no fue al Mundial del 2006 y ni siquiera a los sub-20 de 2003 y 2005. El objetivo supremo se cumplió, pero no sirvió de mucho, porque las estructuras seguían siendo tan disfuncionales como siempre, o aún peores. ¿Era tan importante ir al Mundial en esas condiciones? No.
En 2006 la historia cambió, porque a alguien se lo ocurrió un plan inteligente y lo ejecutó en buena forma. Y, más allá de la discusión de si Uruguay juega lindo o feo, que para el caso es irrelevante, la selección uruguaya de fútbol es actualmente un ejemplo de organización y competitividad a nivel mundial.
Sé perfectamente que son dos deportes muy distintos. Y, obviamente, nadie le va a exigir a la selección de básquetbol que le gane a Lituania o que llegue a las semifinales de los Juegos Olímpicos.
Sí podríamos aspirar a generar una cultura de selección, una convivencia sana que impida que cada proceso termine con puteadas y acusaciones. Porque pasó lo que pasó con Signorelli, pero también con Gerardo Jauri y Pablo López. ¿Será que ninguno de los tres sirve para nada? ¿O será que nunca se generó una estructura clara, seria y profesional en torno a ellos?
Naturalmente, hay mil cosas más que explican la eliminación. Esta última y varias de las anteriores. Por ejemplo el flojo nivel de nuestra competencia interna, generalmente gobernada por decisiones ajenas al bien común. Hace un año atrás, los clubes votaron en contra de que Reque Newsome participara del draft como ficha nacional, simplemente por miedo a que lo eligiera otro y, en una de esas, les complicara sus metas deportivas. Estamos hablando de un tipo que defendió a las selección, que hace 15 años que vive en Uruguay y que anda preguntando en Twitter cómo hace pare ver los partidos de Peñarol on line. Obviamente, es solo un ejemplo, pero ayuda a comprender cómo se resuelven las cosas en la Liga Uruguaya, que dicho sea de paso, cambia de formato todos los años, se corta 77 veces por razones insólitas y nunca sabemos cuando termina.
También está la opción de creer que perdimos porque Parodi jugó solo 26 minutos, porque Estaban tuvo un tirón en el abductor o porque Bruno erró dos triples. Nada de eso parece ser sustancial, sino solo situaciones puntuales que no explican la fotografía completa.
Lo cierto es que la pelota de Parodi no entró y la chance de confundirse con el color mundialista ya no existe. Es que el básquetbol es demasiado lógico y justo para dar cabida a la improvisación y los intentos mágicos. Es momento de pensar, creer y ejecutar, con decisión y valentía. Nada asegura mejores resultados, pero es imprescindible buscar nuevos caminos que generen mejores posibilidades de conseguirlos.