El Campeonato Uruguayo de 1987 se definió en un partido disputado en el Estadio Luis Franzini entre Defensor y Nacional. Si ganaban los violetas, eran campeones. Y ganaron. Hoy, 30 años después, la historia se repite y se invierte al mismo tiempo: si ganan los albos, la copa viajará al Parque Central. Momento ideal para disfrazarnos de Marty Mc Fly y viajar 30 años para atrás y para adelante, buscando coincidencias donde quizás nunca las hubo.
La historia es conocida: el miércoles 16 de diciembre de 1987, Gerardo Miranda recogió un rebote al borde del área, controló con el pecho, amagó a pegarle de derecha, enganchó haciendo pasar de largo a Carrasco, y le pegó de zurda, fuerte y al ángulo derecho de Velichco. No era común por aquellos años que un “10” enganchara la pelota frente al “10” rival en el borde del área, pero sucedió. El “Ruso” se tiró cuan largo era, y si bien era bastante largo, no lo fue suficiente para tocar la pelota. Gol y vuelta olímpica.
Con el tiempo me vendría a enterar de que los roles estaban cambiados: Miranda era bolso y Velichco era tuerto. Lo cual no le impidió a uno gritarlo y al otro sufrirlo. Porque después de todo, eran profesionales que se debían al equipo que les daba de comer. Miranda, con el tiempo, se daría el gusto de vestir de blanco pero Gualberto, tras un corto pasaje por Colombia, dejó el fútbol y se fue al campo.
Nacional, que venía de perder el campeonato de 1986 de manera increíble (es el único equipo del mundo que terminó primero en la tabla de un campeonato a dos ruedas, sin régimen de finales, y no salió campeón), sumaba otra perla más a una década de los 80 en la que vivió algunas de las páginas más funestas de su historia.
Era un Nacional con camiseta satinada con publicidad de Volkswagen pero sin marca, producida por la causa Auge Deportes. En partidos nocturnos, la camiseta brillaba, mucho más que el juego desplegado por los ya dirigidos por Roberto Fleitas.

Nacional con su camiseta modelo 1987. ¿A que no saben quién es el niño de abajo a la izquierda? ¿No saben? Yo tampoco. (Foto: Comisión de Historia y Estadística de Nacional).
Un equipo de camiseta y short oficial, para niño, costaba unos siete mil nuevos pesos (7 pesos de ahora). El dólar en diciembre de 1987 estaba a N$ 274.59, por lo que el equipo costaba unos U$S 25.5, que hoy en día serían poco más de 700 pesos. Indudablemente, los 700 pesos mejor gastados de mi vida. (El dinero lo obtuve de la recaudación de mi comunión. Curiosamente, la tomé un día después de que Peñarol se consagrara campeón de la Libertadores de ese mismo año. Creo que hubiera preferido no tener la camiseta y que el América de Cali sumara su primera estrella. Para la próxima ya sabés, Jesús)
Por su parte, Defensor (por entonces, aún Club Atlético, no Sporting Club) vestía su clásica indumentaria marca Lee, violeta con números anaranjados, short y medias blancas. La versión de manga larga incluía dos franjas blancas (precisamente, sobre las mangas), pero esa tarde de diciembre se ve que hacía calor, porque jugaron con la de manga corta.
La pelota que se metió en el arco de Velichco era marca Golden’s, y era dura como ella sola, con el diseño clásico (blanca con pentágonos negros). Los árbitros vestían de negro y eran solo tres. Los banderines de los asistentes eran rojos y amarillos, a cuadraditos, pero no eran flúo. Había muchas más transmisiones radiales que ahora. La ministra de Educación y Cultura era Adela Reta, y recién se había elegido el proyecto para la construcción del Auditorio del SODRE homónimo, 16 años después del incendio del edificio original.
¿Qué ha cambiado en estos 30 años?
Para empezar, el escenario violeta –si bien se parece– ha experimentado algunos cambios. La célebre “bajada” de la cancha fue eliminada a fines de los años 90, momento en el que también se terminó con el pequeño talud ubicado detrás del arco que daba al Tren Fantasma. Ambos –talud y Tren Fantasma– ya no están, aunque en lugar del primero quedó una tribuna, no muy grande, pero ocupada por la “Banda Marley”, nombre que recibe la barra de aliento del elenco violeta.
El entorno de la cancha también varió. En años en los que Tenfield aún no había desembarcado en nuestro balompié, existía total libertad para vender publicidad estática, muchas veces a establecimientos del barrio. Por ejemplo, sobre la tribuna Ghierra (Olímpica), había una enorme publicidad de la recientemente desaparecida confitería Cante Grill. Y sobre el arco de la calle Herrera y Reissig había carteles de diferentes tamaños y formatos, representativos de marcas no siempre importantes, junto a los de empresas clásicas de nuestro fútbol, como Herracor (un amigo de fierro), Ruben Aprahamian (el mundo de las mangueras) y Coca Cola (cuyo eslogan era, por aquellos años, “Coca Cola es así”). Hasta se divisaba una bandera que publicitaba las transmisiones de Radio Imparcial (CX 28) y que tapaba un cartel de reparaciones de vaya a saber uno qué. Algo impensado en nuestros días, cuando hasta la indumentaria de los alcanzapelotas está vendida. (Nobleza obliga admitir que en los 80, los alcanzapelotas del Estadio Centenario hacían publicidad en los entretiempos, desplegando unos carteles (si no me equivoco, primero de FUNSA y luego de Ancap) con una coreografía preestablecida. Suponemos que el Consejo del Niño habrá tomado cartas en el asunto para prohibir tamaña muestra de explotación infantil)
Las tribunas estaban repletas, en su mayoría por hinchas de Nacional, en épocas en las que para ir a un partido hacía falta ir un rato antes, hacer la cola y sacar la entrada. No era común que los hinchas se pasaran todo el día saltando y cantando, tal como ocurre ahora. De hecho, los parciales de Nacional apostados sobre el arco en cuestión, vieron el gol, se lamentaron, se agarraron la cabeza, pero en ningún momento debieron dejar de saltar, pues lisa y llanamente no estaban saltando: estaban viendo el partido, preocupados por el futuro de un equipo que llevaba ya cuatro años sin salir campeón. Algo que –hoy– no sucede desde 1997.
Todo vuelve
Recuerdo perfectamente lo que estaba haciendo el día del gol de Miranda. Tenía 11 años y pocas posibilidades de ir a un partido disputado un miércoles de tarde, por más diciembre que fuera. Imposible olvidar aquel relato interminable de Kesman, con una “o” provista de un entusiasmo que, junto a los escasos gritos de fondo, me hicieron comprender rápidamente que el gol era ajeno. “De Defensor, Miranda” concluyó Kesman, y ya no recuerdo más.
Nacional había perdido un campeonato uruguayo a manos de un equipo chico. Incluso, aunque Peñarol tres días antes había perdido la Intercontinental en Tokio ante el Porto, el golpe fue duro. Pero lo tomé con naturalidad: el año lectivo ya había terminado y, a falta de redes sociales, las posibilidades de ser víctima de bullying deportivo eran casi nulas.
Y después de todo, pensé, algún día llegaría la revancha.